sábado, 9 de octubre de 2010

Introducción

El ser humano tiene una tendencia avasalladora hacia la integración de sus creencias en redes de conexiones estrechamente armadas. A esas redes de creencias las solemos llamar el "sistema de conocimiento" de cada persona. La epistemología se interesa por ellas, desde el punto de vista del valor de verdad que puedan poseer, e indaga por su validez usando dos criterios complementarios: el empírico y el lógico. Estos dos criterios, la correspondencia con la realidad del mundo (criterio empírico) y la congruencia recíproca entre las distintas creencias (criterio lógico) están basados a su vez en un fundamento pragmático más profundo: la necesidad que tiene el ser humano de actuar eficientemente para poder sobrevivir en su entorno. Podríamos decir que el material de que están hechas nuestras creencias está destilado de nuestra experiencia, pero es organizado por la lógica, que busca armonizar en forma coherente y simple sus distintas partes para poder emplearlas exitosamente en la satisfacción de nuestras necesidades y aspiraciones. 
Los filósofos suelen hacer una distinción, un poco problemática, entre "conocimiento" y "creencia". Quienes postulan la distinción consideran el conocimiento como creencia verdadera. Según eso, la creencia es la especie y el conocimiento es el género, o sea, que puede haber creencias que no son conocimiento (las creencias erróneas) pero todo conocimiento es creencia. Esta distinción presenta muy serios problemas. En primer lugar, es muy discutible la aceptación de algo como verdadero. Ténganse en cuenta al respecto todo lo que hemos dicho sobre el carácter conjetural del conocimiento mejor fundado que tenemos, el conocimiento científico (por ejemplo, según Popper). Nuestras mejores teorías, que tomamos como verdaderas (mejor sería decir, en las que creemos o confiamos) pueden resultar más tarde o más temprano desbancadas por otras teorías más refinadas o en algún sentido más confiables. Por otro lado, la creencia, si es suficientemente viva, nos parece "desde adentro" indistinguible del conocimiento (o sea de la creencia verdadera). 
Otra manera de decir esto es afirmar que todo el mundo que cree en serio, considera sus creencias como verdaderas, o sea –según la distinción discutida–, como conocimiento. De ahí que en la práctica, podemos hacer epistemología muy completa sin siquiera mencionar la palabra conocimiento ; podríamos, por ejemplo, hablar de creencias más o menos bien confirmadas, creencias sistemáticas, creencias contradictorias, y entenderíamos perfectamente que estamos hablando del grado de justificación de los enunciados con que –nosotros u otras personas– nos sentimos comprometidos. 
Más importante que el uso de la palabra verdad , que pareciera más bien pertenecer al vocabulario religioso, nos parece el uso de expresiones epistemológicas como "enunciados congruentes" o "incongruentes", enunciados con "apoyo experimental", "que han demostrado su temple" o que son "aceptados por la comunidad científica" (como los paradigmas). En particular, cuando nos preocupamos por el sistema de creencias de una persona, una sociedad, o una comunidad científica, nos interesará fundamentalmente destacar tres cosas: su relación con la experiencia (si están dotadas de apoyo experimental u observacional controlado); si son congruentes entre sí (de modo que se refuercen recíprocamente) y, finalmente, si la red de enunciados que las expresa es suficientemente simple (si no es redundante, si no hay "epiciclos" en el sistema o partes que sólo sirven para evitar la refutación empírica de una teoría). El apoyo empírico, la sistematicidad, y la simplicidad parecen ser las virtudes cardinales de los sistemas científicos y, por ende, de las redes de creencias que mejor garantizan nuestra supervivencia. 
En el presente capítulo concentramos nuestra atención en el requisito de sistematicidad. El que unas creencias se apoyen unas a otras, que no tengan oposiciones entre sí (de modo que una niegue lo que otra afirme), que algunas puedan expresar de manera compendiosa a muchas otras (ser más general que ellas), son propiedades muy especiales de las creencias (o del conocimiento) que nos interesa destacar con un nombre y un punto de vista. Se trata del punto de vista lógico; y estamos hablando de la disciplina que llamamos lógica. La lógica interesa a la ciencia de dos maneras: como herramienta analítica fundamental, para examinar qué se sigue de qué y –en consecuencia– si algo corrobora otra cosa, la refuta o es indiferente con respecto a ella; todo esto se necesita determinar para decidir si una creencia, o grupo de creencias, está justificada. Pero también le interesa a la ciencia la lógica para asegurarse de que la presentación del conocimiento es eficiente e integral. Cuando un científico, o grupo de científicos, desea comunicar sus creencias, debe hacerlo organizando el cuerpo de conocimientos de una manera lógica, es decir, ordenada, organizada, jerarquizada, coherente, y lo más completa posible. Nótese, de paso, que estas inquietudes no tienen nada que ver con el contenido mismo de las creencias que queremos presentar: cualquiera que este sea, nos interesa que los oyentes –o lectores– encuentren la presentación (oral o escrita) ordenada, jerarquizada, no repetitiva, coherente, etc. 
La omnipresencia de la lógica en el quehacer del científico experimental y del científico teórico, del que crea ciencia y del que la presenta o trasmite, tiene dos consecuencias importantes que nos interesa resaltar. Una es, la extraordinaria uniformidad que produce entre las distintas disciplinas científicas: todas ellas –sea física, biología, sociología, matemáticas, o cualquiera otra– necesitan las herramientas del análisis lógico para decidir qué se sigue de qué, qué refuta a qué, qué apoya a qué, etc. Ninguna de tales disciplinas puede eximirse de ninguno de los dos criterios fundamentales de la justificación: todas dependen de la experiencia y de la congruencia para afirmarse ante nosotros. 
Pero además, todas ellas necesitan del discurso lógico para ordenar y presentar sus resultados obtenidos de una manera articulada que solemos llamarsistemática. Y hay algo más: la sistematicidad de cada ciencia clama por la sistematicidad del conjunto de las ciencias, y la hace posible y, de hecho, fácil de producir. Si cada ciencia se expresa de manera lógica, la presentación de los nexos entre las ciencias puede hacerse también de una manera lógica. La misma jerarquización que se da entre las teorías o hipótesis propias de una ciencia se puede dar, o por lo menos presentir, entre teorías de distintas ciencias. En algunos casos privilegiados, esta aspiración a la "unidad de la ciencia" ha tenido un gran éxito: así, la astronomía de Kepler quedó integrada a la física por obra de la axiomatización de Newton; la termodinámica de los gases quedó convertida en un capítulo de la cinemática (con el apoyo de algunas hipótesis estadísticas sobre el movimiento de las moléculas de los cuerpos). La biología molecular ha logrado la unificación entre la biología y la físico-química. En cambio, la unificación de la psicología con la neurología no es todavía más que un presentimiento, o programa de investigación. 
La otra consecuencia de la omnipresencia de la lógica tiene que ver con un tema dominante de la reflexión epistemológica en todas las disciplinas científicas: es el tema de la ontología, de la existencia de objetos científicos, o –dicho con otras palabras– el tema de los niveles de abstracción. La lógica nos guía de la mano en la confección de nuestros conceptos, es decir, de esas agrupaciones mentales de propiedades determinadas que decidimos denominar con un solo nombre. A tales agrupaciones complejas de notas o características preferimos manejarlas como un haz, el cual tiene una unidad e identidad facticia que simplifica nuestras manipulaciones. Sus detalles íntimos, después de recibir un nombre envolvente, van a permanecer ocultos al trajinar cotidiano del pensamiento: es lo que en informática llamamos abstracción, como cuando a un procedimiento o subrutina le damos un nombre, y de ahí en adelante nos olvidamos de sus detalles, invocándolo cuando lo necesitamos simplemente con el nombre dado. Los filósofos consideran a esto como ontología, o sea la doctrina de los entes u objetos, porque este proceso de agrupación de características hace nacer los objetos, como en etapas prefilosóficas –míticas– surgían dioses especiales para encarnar a cada serie de fenómenos naturales, como el trueno y la tormenta, o la floración, la fecundidad de la tierra y la producción de las cosechas. 
A esa abstracción u ontología, que es un artilugio del lenguaje, la asociamos con la labor jerarquizante de la lógica, en el siguiente sentido. Así como un procedimiento más global puede descomponerse en llamadas encadenadas a procedimientos más sencillos, y estos a su vez llaman a otros procedimientos más elementales, la ontología nos da niveles de abstracción en los cuales podemos descomponer el universo NOTA 1. 
Un caso candente, dentro de las ciencias cognoscitivas, en que se discuten temas ontológicos, es el de la relación polémica entre la psicología y la neurociencia. En efecto, las abstracciones de la psicología, sus objetos, son cosas como deseos, planes, temores, esperanzas, egos y superegos. Las abstracciones de la neurociencia son muy diferentes: neuronas, sinapsis, umbrales de activación, excitaciones e inhibiciones, neurotransmisores. Nada parecería más diferente que los dos juegos de abstracciones u objetos. Y sin embargo, es un hecho que cuando hay un deseo (o un temor, o cualquier otra cosa psicológica) hay también una correspondiente transmisión (o excitación, o inhibición, o neurotransmisión...) en un nivel diferente de la realidad. 
La informática nos ayuda a comprender la relación entre estos dos niveles en competencia con el –muy útil– concepto de máquina virtual. En este momento escribo este capítulo usando un procesador de textos, de modo que en un cierto nivel me enfrento con el funcionamiento de la máquina virtual que llamo "procesador de textos"; pero al mismo tiempo estoy ejecutando instrucciones en un lenguaje de programación –probablemente el lenguaje C– en que el procesador de textos fue escrito; hay aquí (por lo menos) dos máquinas virtuales trabajando simultáneamente, como mis deseos y mis neuronas deben funcionar simultáneamente. Notemos en esta situación el carácter inseparable de la forma y el contenido en el lenguaje; cómo las palabras, los conceptos fraguados en el yunque de la lógica, contienen todo el fuego de la significación que asociamos con nuestra interpretación del universo. 
El sistema de conocimiento, creación y razón de ser misma de la ciencia, es creado mediante el uso del lenguaje; es decir, está hecho de palabras (que representan conceptos) y oraciones (que representan pensamientos completos, afirmaciones o negaciones que ligan conceptos). Decimos de todo lenguaje que tiene tres dimensiones: su sintaxis, la relación legal de unos signos con otros; su semántica, la relación significativa de los signos con lo que significan en el mundo (lingüístico o extralingüístico); y finalmente su pragmática, la relación de esos mismos signos con los propósitos que tienen los seres humanos al usarlos. En un cierto sentido podríamos calificar a la propia ciencia como lenguaje, como el estado más avanzado del lenguaje humano, enriquecido por innumerables experiencias controladas y el espíritu organizador y jerarquizante de la lógica. La sintaxis de ese lenguaje es el método científico, mientras que su semántica la encontramos en el fundamento empírico de sus hipótesis y teorías. La pragmática de este lenguaje se identifica con la empresa misma de supervivencia de la sociedad humana, que esgrime a la ciencia como su mejor arma de combate. 


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